La Maestranza y el toreo se estremecieron en la inolvidable despedida de El Juli en la pasada Feria de San Miguel


"Fue un epílogo de figura desde que Julián López ‘El Juli’ pisó el albero de La Maestranza. Se iba el torero que ha marcado todo el S. XXI. En la cima, referente de épocas. Señorial desde la gran ovación con la que le recibió puesta en pie el público hispalense. Con la raza de recibir al último toro de su carrera a porta gayola. Y con la majestuosidad de un adiós sin florituras más allá de lo ganado en el ruedo. ¡Qué no ha sido poco!






La historia del toreo de las últimas décadas marchaba a pie entre gritos de ¡Torero, torero! Una faena de suprema maestría. De un privilegiado del toreo. Otra de maestro de Daniel Luque, a centímetros de una Puerta del Príncipe con la imagen de que no hay toro que no le sirva. Rotunda obra del sevillano. Menos opciones tuvo Castella con una corrida de Garcigrande a la que le faltó la bravura, el fondo y lucimiento de la que suele ser estandarte. 

Pasaban las manecillas del reloj de las siete de la tarde, cuando El Juli se echó el capote a la espalda y cruzó el amplio ruedo de La Maestranza con dirección al portón de toriles. Era el gesto de un figura del toreo que no iba a regalar nada. Porque el mando del toreo no se da. Había cortado las dos orejas Daniel Luque tras una soberbia faena, siempre en la búsqueda del reconocimiento en los grandes carteles. Sin embargo, la tarde volvió a tener el eje central de El Juli. Largo en la distancia, el madrileño esperó de rodillas al último toro de su carrera, uno de los más armónicos de la dispar corrida de Justo Hernández. Salvado el trance con éxito, en los mismos medios, El Juli esculpió un hondo toreo a la verónica: hundido de plantas, con el peso del cuerpo en cada lance, las manos bajas. Sonaban los acordes de la banda de música cuando a El Juli todavía le faltaban varios lances, para rematar con una media que impulsó al público de los tendidos de sus asientos. 

Medido en el caballo, el astado, marcado con el hierro de Domingo Hernández, marcaba buena intención de humillar, pero siempre con la interrogación del fondo. Algo que consiguió El Juli en una faena de magisterio absoluto. Con la figura relajada y el embroque ligeramente retrasado, fue el madrileño alargando la embestida de tramo final hacia adelante. Buscando siempre ese tiempo entre muletazo y muletazo, para que la arrancada viniera sin inercia. La ligazón hacía que perdiera las manos. En esa batalla de una cabeza privilegiada, se desarmó del orden al natural. Totalmente de frente, dando el pecho. Una faena ya sentida, aunque sin la entrega posible en el astado. Sin la búsqueda del siguiente. Sin querer irse… Una estocada puso en sus manos una oreja. Con el primero, feo de tipo y basto de hechuras por su corto cuello y su mazorca gruesa, no tuvo opción alguna. ¡Qué injusticia divina!"


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